En el tranquilo atardecer de una reunión masónica, los hermanos se encontraban inmersos en una conversación que tocaba las fibras más profundas de su ser. En medio de la discusión, un hermano de edad avanzada y considerado un sabio del grupo compartió una frase que resonó en todos como un eco ancestral: “La raíz de la alegría es la gratitud”.

Las llamas titilantes de las velas parecían danzar al ritmo de esas palabras mientras la narración se desenvolvía. En una tierra antigua y misteriosa, existía un jardín de lo más singular. En él, florecían las más hermosas flores y crecían los árboles más frondosos, pero había algo que distinguía a este lugar de cualquier otro: la gratitud.

En ese jardín, cada flor, cada hoja, cada criatura expresaba su gratitud en forma de luz. Las flores despedían un suave resplandor y los árboles brillaban con intensidad, iluminando la noche con una serenidad asombrosa. Era como si la gratitud misma fuera la fuente de su luminosidad.

Los hermanos escuchaban atentamente, sintiendo que esa historia tenía un eco en sus vidas y en sus propias búsquedas. La conexión entre gratitud y alegría comenzaba a cobrar sentido. El sabio continuó compartiendo que, en el jardín, aquellos que se olvidaban de ser agradecidos perdían su brillo poco a poco, mientras que aquellos que cultivaban la gratitud irradiaban luz y alegría a su alrededor.

Esa historia, tejida con hilos de sabiduría antigua, dejó una profunda impresión en los corazones de los hermanos. Se dieron cuenta de que, en su vida cotidiana, podían aplicar esta enseñanza. Cultivar la gratitud no solo implicaba reconocer las bendiciones presentes, sino también entender las lecciones en los desafíos y ver la belleza en las cosas simples.

El sabio concluyó su narración con una pregunta que resonó en todos: “¿Cómo podemos traer la luz de la gratitud a nuestras vidas y, al hacerlo, encontrar la raíz de la alegría?”. Las respuestas variaban, pero todos compartían el entendimiento de que la acción era el siguiente paso.

Y así, mientras las velas seguían iluminando la logia, los hermanos se inspiraban mutuamente a llevar esa enseñanza a la cotidianeidad. Agradecer por las pequeñas cosas, por las lecciones, por las bendiciones y por los desafíos se convertía en su nueva práctica. Sabían que, a través de la gratitud, podrían despertar la alegría que yacía en lo más profundo de sus corazones y compartir esa luz con el mundo que los rodeaba.