GRADO DUODECIMO

GRAN MAESTRO ARQUITECTO

DECORACIÓN DEL CAPÍTULO LEGISLATIVO

Estará brillantemente alumbrado y vestido de cortinajes blancos con llamas rojas. Se pondrá una es­trella luminosa al Norte, que es la Polar, y a dis­tancia respectiva se verá la constelación del Carro u Osa Mayor. Bajo el solio del Oriente las letras R-M en grandes caracteres de oro, y en la mesa el Cetro de ébano. En la del Primer Vigilante, enseres de di­bujo, planos y un estuche de matemáticas que contenga los tres compases, simple, de proporción y de dibujo, la pluma de dibujo, el semicírculo graduado, la escuadra, la regla paralela, la cilíndrica y el divisor o sectante. En la del Segundo Vigilante, recado de escribir, libros de cuentas y cuadernos. En el altar de los Juramentos, la Espada, el Triángulo y el Li­bro de la Ley.

El Doctísimo representa a Salomón, y es Sapien­tísimo Maestro.

El Orador, a Hiram Segundo.

El Primer Vigilante, a Adonhiram.

Los demás dignatarios y oficiales conservan sus nombres capitulares.

Las insignias son: banda azul que se lleva al cuello y sostiene la alhaja, que es un cuadrado perfecto en forma de medalla de plata u oro, en la que se grabarán cuatro semicírculos y la constelación de las siete estrellas de la Osa Mayor que estarán con la Polar, y del otro lado los nueve instrumentos ante­dichos, dispuestos en tres triángulos, y las letras R-M, primera y última de una palabra que significa Gran Maestro Arquitecto. Mandil blanco de orilla azul con la estrella de cinco puntas en la solapa, y en el centro una bolsa ribeteada de negro para los instrumentos.

PRELIMINARES DE LA APERTURA

Así que todos ocupan sus puestos, el Sap.·. M.·. da un golpe con el cetro y dice:

 Sap.·. M.·. — Hermanos míos, ha llegado el día de llevar a efecto la grande obra que meditábamos el rey de Tiro, Hiram Abif y yo, y que se suspendió por la muerte del segundo. Por eso os he llamado y os doy gracias por vuestra asistencia.

¿Cuál es vuestro deber antes de abrir el Capítulo de los Grandes Maestros Arquitectos, hermano Adonhiram?

1er.·. Vig.·. — Cerciorarme de que estamos a cu­bierto.

Sap.·. M.·. — Hacedlo así, hermano mío.

1er.·. Vig.·. — Hermano Segundo Vigilante mandad cubrir el Capítulo.

Seg.·. Vig.·. — Cumplid la orden, hermano Guarda de la Torre.

Se ejecuta en forma, y dice así que cierra el

 G.·.de la T.·. — Hermano Segundo Vigilante, el Capítulo está a cubierto.

Seg.·. Vig.·. — Hermano Primer Vigilante, pode­mos proceder.

1er.Vig.·. — Sapientísimo Maestro, estamos a cubierto.

Sap.·. M.·. — ¿Cuál es vuestro deber ahora, her­mano Segundo Vigilante?

Seg.·. Vig.·. — Ver con el Primer Vigilante si todos los presentes son del Capítulo.

Sap.·. M.·. — Hermanos Primero y Segundo Vi­gilantes, pedid a todos los presentes las palabras del duodécimo grado.

Se levantan, lo ejecutan, y vueltos a sus sillas, dando un golpe y dice el

Seg.·. Vig.·. — Hermano Primer Vigilante, todos los de mi Valle son del grado.

Éste da otro golpe y dice:

1er.·. Vig.·. — Sapientísimo Maestro, las palabras son justas y perfectas.

Sap.·. M.·. — Pongámonos nuestras insignias.

Todos lo ejecutan

APERTURA DE LA CAMARA

Da un golpe y dice el

 Sap.·. M.·. — ¿Cuál fue la primera de las artes que practicó el hombre, hermano Adonhiram?

1er.·. Vig.·. — La Arquitectura, porque tenía que formarse un abrigo contra la intemperie y los ani­males que le rodeaban.

Sap.·. M.·. — ¿Y por qué nos llamamos Grandes Maestros Arquitectos ?

1er.·. Vig.·. — Porque construimos el mayor de los monumentos y vamos a sostenerle contra todos los enemigos de la dicha humana.

Sap.·. M.·. — ¿Y cuál es ese monumento?

1er.·. Vig.·. — La Constitución de un Pueblo.

Sap.·. M.·. — ¿Qué hora es, hermano Segundo Vigilante?

Seg.·. Vig.·. — El primer instante de la primera hora del primer día que el G.·. A.·. D.·. U.·. em­pleó en la creación del mundo. La primera hora del primer día del primer año en que comenzasteis la fábrica del Templo.

Sap.·. M.·. — Pues que sea el primer instante del reinado de la Razón, la Equidad y la Justicia y el último de la arbitrariedad y el despotismo. La pri­mera hora del día en que se reúnen los Grandes Maes­tros Arquitectos para proclamar, establecer y afianzar los principios que han de regir el vasto tal1er de la Asociación humana. Para llevarla a efecto, en nombre del Poderoso Rey de Tiro, Hiram Segundo y en el mío, elevo a nuestro hermano Adonhiram a Director en jefe, en remplazo del Gran Maestro Hiram Abif; le hacemos nuestro igual, y le invitamos a que líame a todos los que sean de derecho para proceder a abrir los trabajos de este Capítulo Legislativo.

1er.·. Vig.·. — Hermano Segundo Vigilante y her­manos que decoráis mi Valle, nuestro Sapientísimo Maestro, el Poderoso Rey de Tiro y yo, os invitamos a que nos ayudéis a abrir este Capítulo Legislativo.

Seg.·. Vig.·. — Hermanos que decoráis mi Valle, nuestro Sapientísimo Maestro, el Poderoso Rey de Tiro y nuestro Hermano Adonhiram, Director de los Grandes Maestros Arquitectos, os invitan a que les ayudéis a abrir los trabajos de este Capítulo Legis­lativo.

Anunciado, Primer Vigilante.

Da un golpe en su mesa.

 1er.·. Vig.·. — Anunciado, Sapientísimo Maestro.

Da otro golpe.

El Sapientísimo Maestro da uno fuerte y dos pequeños, que repiten los Vigilantes.

Sap.·. M.·. — En pie y al orden, hermanos.

Todos lo ejecutan.

Sap.·. M.·. — A la G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·., bajo los auspicios de los Soberanos Grandes Inspectores Generales del trigésimo tercero y último Grado del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, reunidos en Supremo Consejo y en virtud de la autoridad que se me ha conferido, declaro abiertos los trabajos de los Grandes Maestros Arquitectos.

A mí, hermanos.

Signo y batería con la palabra HOSHEA, tres veces repetidas.

Sap.·. M.·. — Sentaos, hermanos míos.

Se anuncia, lee y sanciona la columna grabada de la sesión anterior; se proponen y votan los can­didatos; se despachan los negocios de familia; se recibe a los visitadores y se consulta acerca de los candidatos.

INICIACIÓN DE LOS CANDIDATOS

El 1er.·. Vig.·. envía por los candidatos al Maes­tro de Ceremonias, quien les hace poner sus insignias y los conduce junto a la puerta, que no estará cerrada para que oigan lo que va a tratarse.

El Sapientísimo Maestro da un golpe y dice:

 Sap.·. M.·. — ¡Hermano Adonhiram! El poder de que os hemos revestido como Director en Jefe de la parte administrativa de la Institución, en remplazo del inmortal Hiram Abif, no sólo os faculta para dirigir las obras, sino para buscar y discutir los me­dios que deben sostenerlas. Así, lo primero que os pregunto es, si tenemos fondos suficientes para seguir y llevar a cabo nuestra empresa. ¿Qué informe os ha dado nuestro Tesorero?

1er.·. Vig.·. — Dice que el arca está vacía desde el último pago hecho a nuestro Poderoso Hermano Hiram Segundo, y que también están agotadas las donaciones particulares y las entradas fortuitas de toda la nación. Nada se debe hoy día, pero también poco hay para hacer frente a los gastos. Propongo que el Capítulo se ocupe antes de todo en arreglar el sistema tribu­tario, de suerte que, sin destruir la riqueza, el gobierno se consolide.

Sap.·. M.·. — Decís, hermano mío, que no podemos pagar los empleados. ¿Es justo que los que representan al Pueblo en sus Congresos y consagran su persona a la felicidad de los demás, mueran de hambre si no tienen caudal propio, o renunciar en el acto sus destinos, o se prostituyan o vendan al que más diere? Los que le están sirviendo en países extranjeros, los que se ocupan de hacer cumplir las leyes en su patria; los que trabajan, en fin, para la seguridad y beneficio de los otros, ¿de qué han de vivir, o cómo indemni­zarlos? ¿De dónde saldrán los gastos de salubridad pública, los del ejército y marina, los de los hospicios, cárceles y penitenciarías; de los caminos, puentes, mue­lles y establecimientos indispensables para generalizar la Educación de modo que marche de frente al físico, moral e intelectual Progreso? Comencemos, hermanos míos, por discutir este asunto vital, pues se trata de ser o no ser, y de que nuestras deliberaciones puedan llevarse a efecto. Para ello os presento los datos si­guientes:

Hasta ahora los gastos de la nación se han hecho con el diezmo, las confiscaciones, y principalmente con los espolios de la conquista; gracias a que la he extendido hasta el Eufrates, acabo de liquidar nuestra deuda con el Poderoso Rey que me acompaña. La tribu de Leví vive de las primicias y ofrendas de los fieles conforme a la ley de Moisés.

Cuando gozamos de la paz, cubrimos los ingresos con los tributos que nos pagan los pueblos subyuga­dos, y los que imponen nuestros intendentes. Mas os digo con franqueza que este sistema de continua exac­ción repugna a mi buen sentido, desacredita al gobierno forzándole a emprender guerras incesantes y nos arrui­na, porque impide el desarrollo de la industria y fo­menta la empleomanía y todos los vicios que son su resultado; por lo que, desearía que hallásemos otro más justo, hacedero y conveniente. Quiero hacer feli­ces a mis pueblos y que participen del poder; así decidme hermano Adonhiram, todas sus quejas.

1er.·. Vig.·. — Nuestro Segundo Vigilante me ha manifestado las que en nombre de las Doce Tribus presentan a vuestra consideración sus Representantes; y como ha llegado el caso de tomar providencias para arbitrar entradas, en uso de la facultad que me ha­béis conferido he enviado al Maestro de Cere­monias por ellas. Aguardan vuestra orden para pre­sentarse a atestiguar la verdad del relato. Creo que debemos oírles y consultarles en tan urgente materia.

Sap.·. M.·. — Habéis hecho bien, hermano mío. ¡Mandad que entren!

1er.·. Vig.·. — Hermano Segundo Vigilante, ¡dad la orden!

Seg.·. Vig.·. — Hermano Guarda de la Torre, ¡de­jad entrar!

Éste da paso: los hermanos que se necesitan para completar el número de doce se unen al Maestro de Ceremonias, que conduce a los aspirantes, y entre los Valles saludan como Supremos Elegidos.

 M.·. de C.·. — ¡Sapientísimo Maestro! Tengo el gusto de conducir a los Príncipes Ameth que las tri­bus de Judá, Benjamín, Simeón, Efraín, Manasés, Za­bulón, Dan Aser, Neftalí, Isacar y Gad han diputado para representarlas.

Sap.·. M.·. — ¡Sed bien venidos, hermanos míos, y tomad asiento!

El Maestro de Ceremonias coloca entre los Valles a los doce hermanos y vuelve a su puesto.

 Sap.·. M.·. — ¡Hermano Segando Vigilante, ¡tenéis la palabra!

Seg.·. Vig.·. — ¡Sapientísimo Maestro! El pueblo de Salebim, Elon y Betania, se queja de los rigores de vuestro Intendentes, que lo han dejado en la miseria, rematándoles sus bienes porque la escasez de la co­secha no les ha permitido abonar las sumas que los gravan para los gastos generales. El del país de Argob en Basan los acrimina aún más, sosteniendo que se componen con el rico y el poderoso y se in­demnizan con el que no tiene protectores. El de Thanai y Betsan dice que no sólo le obligan a hacer cuarteles y proveer al ejército de caballos y reses, sino a hos­pedar tropas en sus casas y mantenerlas; observan con enérgicas, aunque respetuosas palabras que es un gasto general, y que si el gobierno conviene tenerlas en un siíio mejor que en otro debe proveer a sus necesidades y no hacerlas vivir a costa del país en que residen. El de Aruboth y Epher expone, entre otras cosas, que cada día se hacen levas para obligar a los padres a dar en oro el equivalente de los hijos, y que esto los empobrece a todos, y si no pagan, los priva de sus brazos productores. El de Manairn, Magedaó y Soohó advierte que mientras el trabajador y el industrial caen en la miseria, los zánganos del fisco que llegan en la inopia, así como los demás empleados, se enriquecen y duermen envueltos en mantos de púr­pura y en lechos de marfil, insultando con su arrogancia a los habitantes. El de Galaad, Isacar y Benjamín, así como Dehon, rey de los Amorhitas y Og, rey de Basan, se niegan perentoriamente a pagar más tributos, y piden se declare la guerra a las naciones idólatras, para que el gobierno obtenga fondos, y los esclavos que trabajen en sus industrias. Los de los puertos de mar y ciudades limítrofes que se dedican al comercio, quieren al contrario, la paz y reclaman contra los de­rechos de entrada y salida de los artículos de con­sumo, sosteniendo que la protección a la industria es un engaño; que el Pueblo es el que paga lo que aquí se cobra, y no el extranjero, gravándosele como capi­talista, como propietario, como industrial, y por lo que permuta o enajena; y con especialidad gritan contra el monopolio que se hace concediendo a privilegia­dos la gracia de surtir a los demás de lo que pueden adquirir directamente de los productores. Todas las tribus, en fin, claman en contra de las multas, in­demnizaciones y confiscaciones, que enriquecen a los agentes del gobierno y generalizan la miseria, mani­festando que es el modo de excitar a los jueces a hallar culpables y de complicar en las causas civiles y criminales a los que tienen con qué responder a los gastos, vendiéndose la justicia a diestro y siniestro. La calamidad, la pobreza y la corrupción producidas por las leyes fiscales, son tan inmensas, que las con­tribuciones para el servicio del Templo que deben abonar Benhur, Bethsadé, Zair, Neftalí, Aser y Baloth en el monte Líbano, hace meses que no se perciben, ni hay modo de cobrarlas sin destruir a los habitantes.

Sap.·. M.·. — He oído el resumen que acaba de leer nuestro hermano Segundo Vigilante, y os doy gracias por el valor que habéis mostrado diciéndome sin ambages la Verdad como buenos Príncipes Ameth. Veo que la felicidad de mi nación es incompatible con el mal sistema tributario que en ella se sigue, que se precipita en la ruina y, lo que es peor, en la inmora­lidad, a pesar de las leyes más liberales, del patriotismo más puro, de la excelencia de nuestro territorio y de la industria de sus habitantes. Reconozco que todo país que no tiene una buena organización económica, así mismo se devora y, además, que no pudiendo vivir de sus propios recursos, tiene que promover gue­rras para despojar a otras naciones y alimentar los vicios que ha fomentado lo que trae la tiranía con todas sus consecuencias. Comprendo muy bien que una nación no es rica porque su gobierno multiplique sus entradas con las contribuciones, pues no puede hacerlo sino despojando de sus ganancias a su mismo pueblo: cuanto le sobre es un robo que hace al pro­ductor, y estímulo para aumentar la empleomanía. El gobierno no produce; luego ¿por qué crecen sus en­tradas? Simplemente porque aumentan más sus exac­ciones. ¿De dónde viene el dinero que atesora? ¿No es la sangre de su mismo Pueblo, que en vez de circu­lar caliente y nutritiva en los miembros vigorosos del productor, se enfría al tocar las manos muertas del empleado, y se corrompe, infestando a la nación entera?

La situación es grave, hermanos míos, y la cuestión nueva, por lo que debemos examinarla detenidamente. ¡Decid si estáis dispuestos a acometer la empresa!

Asp.·. — Sí, Sapientísimo Maestro.

Sap.·. M.·. — Para que procedamos ordenadamente, os diré, hermanos míos, que en todo Israel se considera al monarca Señor de la tierra por donación di­vina; la consagración o la unción le hace representante de Dios, y como tal puede disponer de los hombres y las cosas, y es dueño de vidas y haciendas, sin más límites que los de la prudencia y la sujeción a la ley de Moisés, contra la que no puede rebelarse sin con­vertirse en parricida. Calcula con los Intendentes que nombra, los gastos de la nación; y con el Gran Sacer­dote los del culto. Manda, y los otros obedecen.

Decidnos, Poderoso Hermano Hiram Segundo. ¿Cuál es el sistema que seguís en vuestros Estados?

G.·. Orador.·. — Sapientísimo hermano: soy de un país comercial e instruido que se modela por el ejemplo del de sus progenitores los Fenicios, herederos de los Ariantas, educados en la escuela de los antiguos magos, quienes se daban por hijos de Dios, como todo lo creado, y sostenían que ninguno puede va1er más que su semejante, sino por su trabajo, virtudes y talen­to personales. Por consecuencia, somos Masones emi­nentemente prácticos, y nuestra nación no concede a nadie el derecho de disponer de lo que no ha produ­cido: el Rey paga como un particular por sus bienes propios, y recibe su salario, pues no es más que el pri­mero entre sus iguales. Todo se decide por mayoría de votos: legislación, contribuciones, administración, paz y guerra. Cada uno abona lo que la Junta General de Representantes acuerda para gastos del Estado si se trata de éstos, para gastos de la provincia si son delegados de ella los que lo ordenan, y para gastos del Municipio si los Ayuntamientos lo resuelven. Partien­do del principio de que no hay más propiedad que ’a que se obtiene por el trabajo o por la voluntad del productor, creemos que la ocupación no es válida sino cuando no existe dueño precedente, y que el que se posesiona de un territorio no lo hace suyo mientras no lo fecunda y utiliza. Sostenemos que no hay verda­dera propiedad si el derecho a la cosa no es completo y absoluto, y que ninguno sino nosotros mismos somos los dueños de nuestra vida y hacienda. En cuanto al uso de los bienes comunes, pertenece a los que los necesitan para su conservación, a saber: tierras, agua, aire, luz y calor, siempre que no se hayan bene­ficiado para determinado objeto o persona. Como la necesidad de las cosas que conservan la vida es permanente, y aquellas no se hallan en todos los casos al alcance del hombre, éste tiene que acumularlas, y la posesión no ha de ser instantánea, sino continua y perfecta: no llenará su fin si no es individual, ni podrá servir para la perpetuación de la especie si no es trans­misible. Decimos que tan propietario es el hombre de la Soberanía o del derecho de legislarse, como de lo que adquiere por su industria, y que así, la Repre­sentación y la Contribución son inseparables; que nin­guno está obligado a contribuir a las necesidades del gobierno sin que participe de él, fiscalice sus actos, conozca las causas y se convenza de la necesidad del sacrificio que se le exige, vigile el cobro y tome cuentas de su inversión; y aunque se diga que el que desem­peña un destino tiene derecho a que se le indemnice de su trabajo, los que le encargan de él poseen el de discutir y señalar la recompensa.

Tales son las bases en que descansa nuestro sis­tema tributario. Son bien distintas de las de Israel y de las que he observado en otras naciones. He visto con el mayor asombro que algunas de las que se creen más adelantadas eligen reyes y autoridades que asu­men la responsabilidad de proveer de subsistencia al Pueblo, quien los depone y castiga el día que le acosa el hambre. Todo el empeño de los jefes es proveer de cereales a los ciudadanos que pasan el día en dis­cutir leyes, visitar Liceos o votar coronas a poetas y cantores, sólo trabaja el esclavo; y el Pueblo no deja sus anfiteatros sino para empuñar la espada, robar a los más débiles, o degollar a los siervos cuando son demasiado numerosos; he notado otros en la Península Hespérica, en que el gobierno no se hace, como en Israel, señor del territorio y haberes del país conquistado, sino que la propiedad pasa a todos los conquistadores, que se reparten los bienes de los despojados; llaman a este despojo inicuo Ley Agraria.

Sap.·. M.·. — En nombre de este Capítulo os doy, Poderoso Hermano, las más expresivas gracias por vuestro informe. Pienso como Vos que al Pueblo es a quien pertenece la autoridad de establecer contribu­ciones. Mas ¿sobre qué ha de imponerlas?

A vosotros, Príncipes Ameth, que habéis levantado el edificio social sobre las dos columnas de la Pro­piedad y el Trabajo, corresponde darle una cúspide digna de él y buscar medios de sostenerle en la plenitud de su grandeza. Necesita peritos que dirijan las obras, hombres de buena moralidad que cuiden de la conser­vación del orden y contengan a los perturbadores de la paz; marinos y soldados que le defiendan de los ene­migos extranjeros; administradores de la justicia que garanticen a los demás su libertad, vida y propieda­des. Debéis establecer la balaustrada fundando esta­blecimientos públicos en que se socorra al desvalido, se eduquen las masas, se morigere o corrija al criminal; y tenéis que abrir las calles, construir puentes, hacer caminos, cegar pantanos y ejecutar todo lo indispen­sable al bien y a la seguridad comunes abasteciendo los arsenales de pertrechos de guerra y el Tesoro de recursos pecuniarios para hacer frente a los casos fortuitos. ¡Meditad acerca de ello, estudiad lo que sucede en las demás regiones y aplicad el conocimiento que adquiráis para que nos saquéis del embarazo en que vivimos!

Hermano Maestro de Ceremonias, acompañad a los demás jóvenes en sus viajes, de modo que com­pleten su educación y puedan ilustrarnos con inteli­gencia acerca del modo de establecer y percibir las contribuciones.

Se levanta el H.·. M.·. de C.·. y conduce a los aspirantes alrededor de la Cámara, deteniéndose en el Trono del Primer Vigilante, a quien dice:

M.·. de C.·. — ¿Trabajáis, Primer Vigilante?

1er.·. Vig.·. — Sí, hermano mío.

M.·. de C.·. — ¿Y en qué trabajáis?

1er.·. Vig.·. — En levantar planos y perfeccionar nuestras obras.

M.·. de C.·. — Mostrad a estos hermanos vuestros instrumentos, pues viajan para completar su instruc­ción y ayudarnos en la empresa.

El Primer Vigilante abre el estuche, coloca los nueve instrumentos, tres a tres en forma de triángulo y dice:

1er.·. Vig.·. — Estos nueve instrumentos forman tres  triángulos cuya significación no desconocerá vues­tra perspicacia. Lo tres compases sencillos de propor­ción y de dibujo, constituyen el primero, y me sirven para trazar las perpendiculares, hacer ángulos iguales a los propuestos, describir círculos, triángulos y rec­tángulos, elipses y óvalos: la pluma de dibujo, el se­micírculo y la escuadra, que forman el segundo trián­gulo, los empleo: la primera en escribir las figuras, el segundo en medir y hacer ángulos, paralelas, perpen­diculares, inscribir círculos en triángulos, y polígonos en       círculos; en construir polígonos sobre líneas y describir círculos dentro de los polígonos; y la tercera, en notar las distancias del semicírculo, calcular las áreas de        los círculos, y apreciar el  diámetro de áreas determinadas; la regla paralela, el divisor o sedante y la regla cilíndrica, que se hallan en este úl­timo triángulo, los utilizo: la una en tirar líneas de su nombre, ángulos iguales a los determinados, conse­guir proporcionales a las líneas, inscribir cuadrados en triángulos o reducir las figuras planas a otras de área del mismo tamaño; el sectante, en dividir las lí­neas en partes iguales, obtener proporcionales a los números, multiplicar, dividir, o extraer el cuadrado y el cubo, formar y medir ángulos, encontrar y calcular las cuerdas, senos, tangentes y sedantes de ángulos da­dos, levantar polígonos y justipreciar por los ángulos las alturas y distancias; y la regla giratoria me ayuda en los propósitos del sectante pues estima la super­ficie de los cuadriláteros, triángulos, parábolas, círcu­los cicloides, elipses, prismas, cilindros, pirámides, conos y esferas y también la aprovecho en duplicar cubos y globos determinando su diámetro y su lado, y en valuar el peso de los sólidos y la capacidad de los recipientes.

¡Mirad los planos que he levantado con esos instru­mentos, de las fincas rústicas y urbanas de esta juris­dicción, para que se estimen en su justo precio al imponer las contribuciones!

Muestra los cuadros. En seguida el Maestro de Ceremonias coloca entre los Valles a los aspirante, y dando un golpe dice el

1er.·. Vig.·. — ¡Sapientísimo Maestro, el primer viaje ha concluido!

Sap.·. M.·. — Que esos instrumentos que sirven para conocer y justipreciar los bienes raíces de los propie­tarios de la nación, no tengan sólo para vosotros, hermanos míos, un significado material, pues a semejanza de los demás símbolos expresan otro pensa­miento. Os indican el conjunto de perfecciones que deben adornar a los Legisladores del Pueblo. La Geo­metría, que tiene por fin apreciar todo lo que es men­surable, la poseéis desde que os recibisteis Compa­ñero, así como la Aritmética, que os expliqué en los viajes de aquel grado con las otras ciencias matemáticas que corresponden a los primeros estudios, desde que los Magos de la Persia la refundieron hace más de cuatrocientos mil años; y si no cesamos de re­comendar su mérito, es porque su práctica acostum­bra al entendimiento a ser metódico y consecuente. Esas ciencias y sus aplicaciones a la Náutica y la Arquitectura, que la India y el Egipto enseñan en el secreto de los Santuarios, porque las han hecho patri­monio de su casta privilegiada, se aprenden hoy en las escuelas públicas y no en los Grados Capitulares de la Masonería. Aquellos instrumentos del estuche matemático nos sirven materialmente y para simbolizar nuestra idea; porque ¿qué otra cosa hacen los Legisla­dores al discutir las bases que han de sostener al Estado y los principios que deben regir a un Pueblo, sino levantar el plan grandioso de la constitución social, y geometrizar en el campo de la Razón, midiendo con los compases de la Lógica los sistemas políticos y eco­nómicos, comparándolos con la paralela y justipre­ciándolos con la regla inflexible de la Experiencia, ¡jara atraer con el sedante del Criterio lo útil y apli­cable a las condiciones del país en que se encuentra? Aquí nosotros proclamamos lo que debe ser, y a vos­otros corresponde juzgar de la conveniencia o del mal que resultaría de la aplicación inmediata y absoluta de los principios. Veréis en la práctica lo difícil que es establecer un buen sistema tributario; tendréis que luchar contra la ignorancia, las preocupaciones y los intereses particulares de los que viven a expensas del Estado.

Comprenderéis fácilmente, hermanos míos, con un poco de atención que si cada uno tiene que contribuir para los gastos generales conforme a lo que posea, y si hemos de exigir de cada propietario el sacrificio de una parte de lo que le es posible obtener en sus fincas que están conocidas y valuadas, por las leyes de estricta justicia los demás habitantes han de pagar también su contingente; pero como los propietarios de bienes raíces no pueden hacer ocultaciones, lo que sucederá con los capitalistas e industriales, a menudo el rico se fingirá pobre, y el que más gane sostendrá que lo que produce su trabajo apenas le alcanza para vivir. Para estudiar esta nueva cuestión. . .

Hermano Maestro de Ceremonias, dirigid a los Diputados de nuestras tribus en su segundo viaje.

Les da otra vuelta, y los conduce al Segundo Vigilante, a quien dice deteniéndose delante de su mesa:

M.·. de C.·. — Hermano Segundo Vigilante, ¿tra­bajáis?

Seg.·. Vig.·. — Sí, hermano.

M.·. de C.·. — ¿Y en qué trabajáis?

Seg.·. Vig.·. — En valuar los capitales y productos de la Industria de todos los habitantes, para que so­porten las cargas del Estado en justa proporción con los propietarios. Aquí tenéis el cuadro de los que residen en mi Municipio, conforme me lo pidió su Ayuntamiento.

M.·. de C.·. — ¿Y cómo hacéis para descubrir el fraude de los ocultadores o no cometer injusticias su­poniendo ganancias o capitales distintos de los verda­deros?

Seg.·. Vig.·. — Así que he hecho mi cálculo esti­mativo por los informes que me dan los que consti­tuyen el Ayuntamiento y los Agentes de la Policía, rito a todos los contribuyentes para que durante la sesión, expongan qué debe hacerse en nombre del Pueblo para decidir las cuestiones, quien determina sumariamente el asunto de una manera inapelable.

M.·. de C.·. — Pero jamás podréis luchar victoriosamente contra los ocultadores! Basta conocer el corazón humano para saber que por uno que diga la verdad diez la negarán, y los honrados pagarán por los mentirosos.

Seg.·. Vig.·. — Hermano mío, el que busca la perfección en las obras humanas corre en pos de lo im­posible. Los que anhelan ser regidos en conformidad a las leyes que no dejen que desear, son como los enfermos que no quieren por su intemperancia renun­ciar al método de vida que altera su salud, y andan constantemente detrás de los remedios, aumentando y multiplicando con ello su males en vez de aliviarlos, y esperan siempre recobrarla con cada nuevo medi­camento que se les propina, mirando en su original locura como a mortal enemigo al que les declara que si no dejan de cometer excesos en sus bebidas y ali­mentos, en su libertinaje y ociosidad, ni las pociones, ni el hierro, ni el fuego, ni las promesas, ni los ensal­mos les servirán de nada. No puede haber un país cuya gran mayoría no sea honrada a menos que la hayan pervertido sus gobernantes, pues los déspotas son los que corrompen: reinan intimidando, envileciendo y desmoralizando. ¡Contad siempre con la Con­ciencia, despertad el sentimiento adormecido del Ho­nor, y si diez nos engañan por uno que diga la verdad, éste sólo bastará a señalarlos a la execración y universal desprecio! La Ley, por otra parte, cas­tigará a los perjuros de un modo ejemplar, pues todos los que reclamen han de jurar personalmente por su honor y por su Dios que dicen la Verdad y sólo la Verdad.

M.·. de C.·. — ¿Y qué importa esa pena al pro­pietario, si ya se le hizo pagar por el capitalista e industrial ocultadores? ¿No halláis modo de evitar semejante injusticia?

Seg.·. Vig.·. — Sí, Hermano mío; los administra­dores del país, calculando la mayor o menor mora­lidad de éste y los errores que los informantes pueden cometer, no deben tasar las fincas en su justo precio para gravarlas, sino en tres cuartos, los dos tercios o la mitad de su valor en venta, compensando así a la masa de los propietarios de los gravámenes que les oprimirían por las ocultaciones de los capitalistas e industriales.

El Maestro de Ceremonias pone entre los Valles a los aspirantes, y el Segundo Vigilante da un golpe y dice:

Seg.·. Vig.·. — Sapientísimo Maestro, el segundo viaje ha terminado.

Sap.·. M.·. — Habéis pasado revista hermanos míos, a las tres fuentes de Riqueza: Propiedad, Capital e Industria, y aprendido a evaluarlas.

¡Hermano Maestro de Ceremonias, hacedles reco­rrer en su último viaje a la Cámara entera, y llamad su atención sobre la estrella del Norte!

Así que lo ejecuta da un golpe con su espada en el piso y dice:

 M.·. de C.·. — Sapientísimo Maestro, he cumplido vuestra orden.

Sap.·. M.·. — Hermanos míos, ese cortinaje blanco sembrado en llamas rojas es emblema de la pureza y el fervor que deben animaros para merecer que os llamen hombres verídicos en todas las cosas. La Verdad es condición sin la cual no merecéis ser jamás Grandes Maestros Arquitectos.

Tenéis al frente la Estrella que buscan los via­jeros en la oscuridad de la noche y por el proceloso demento, la Estrella Polar, punió fijo en la órbita movible que nos cubre. Se halla en esta Cámara para simbolizar esa Verdad, fanal de nuestra Razón, a cuya refulgencia se disipa el error, y del que no debe­mos nunca separarnos porque nos da su nombre. ¡Ameth! ¡Seguir intrépidos ese faro, y no sólo sabréis construir y dirigir la nave de la Asociación en el pié­lago tempestuoso en que la lanzó el Altísimo, sino también aparejarla para que resista las tormentas y huracanes!

Para nosotros es signo puramente moral. Sí, her­manos míos ese astro, tipo de los soles sin cuenta que circulan en el espacio, inconmensurable de los cielos, esa estrella con las siete inferiores, es el símbolo principal de este grado. De él lo tomó Basilides para for­mar la primera octava u Ogdoada Gnóstica de la Filo­sofía oriental, según la cual todo lo Inteligente, lo

Sensible y lo Material se derivan de la sucesiva emanación de la fuente inagotable de la Deidad representada por la gran Estrella, en tanto que la Mente, la Razón, el Entendimiento, la Sabiduría, el Libre Albedrío, la Virtud y la Conciencia, se figuraban por las siete pequeñas. En esa creación fantástica había 365 emanaciones correspondientes a los días del año, y que se encerraban en la palabra mística Abraxas. Los ocho Cabiros de la Samotracia y los ocho Dioses de Jenócrates tienen el mismo origen, pues todos esos sistemas se han derivado de nuestra Institución o de nuestros símbolos mejor o peor interpretados.

¡Hermanos míos, aprended a dominaros a vosotros mismos, y que de la propia manera que alrededor de ese Astro rutilante giran las siete estrellas de la constelación del Carro u Osa Mayor en círculos intraspasables, las pasiones que las últimas representan y que os fueron dadas para vuestro bien y el de vuestros semejantes sometidas a la Razón, no salgan jamás de los justos límites que ésta les asigna! ¡Que la que produce el sentimiento de la Dignidad Humana, esa estimación de sí que inspira el noble orgullo de morir antes que envilecerse, no degenere en Soberbia; que la que ha hecho posible la civilización con sus artes y sus ciencias, aquel Instituto de la Propiedad, por el que atesoramos los recursos que una sabia economía proporciona, no se torne en Avaricia; que el Amor a la mujer, que funda la familia y perpetúa la especie, no se convierta en lujuria; ni los puros goces de una Alimentación reparadora que han creado el Arte Cu­linario, y a la que deben su cuna la Química y la Terapéutica, se envilezcan con la glotonería; que la que os da la Conciencia de vuestros Deberes, y cauce innato de la Justicia que galardona con pródiga mano al virtuoso y produce la indignación contra el vicio no os arrastre a la ira; que el Deseo de Aprobación o de aplauso universal, que forma héroes, aliente vuestra constancia, os haga sacar fuerza de flaqueza para adquirir fama, y os llene de emulación y no de En­vidia; en fin, que el ansia de disfrutar las dulzuras del Reposo que recompensa el Trabajo, os anime a pro­ducir y no anule vuestra actividad con la Pereza! ¡Acordaos siempre de que el que no sabe gobernarse a sí mismo y moderar sus pasiones, malamente podrá le­gislar ni dirigir a sus conciudadanos! ¡No transijáis con la Mentira! ¡Marchad siempre por el sendero de la Verdad, y no olvidéis que el quisquilloso decoro, la fina urbanidad y la falsedad de los que se dicen civilizados jamás podrán entrar en parangón con la sencillez, la bondad y la confianza!

¿Prometéis hacerlo así, hermanos míos?

Aspirantes. — Sí, Sapientísimo Maestro.

Sap.·. M.·. — ¡Sentaos entonces, y veremos por vuestras respuestas si merecéis el grado a que aspiráis!

Todos vuelven a su puesto.

Sap.·. M.·. — Hermanos míos: en todos los grados de la Masonería reformada por Salomón, cuyo secreto os voy revelando al mismo tiempo que los trabajamos como lo hacía aquel monarca, bien que sigamos al pie de la letra a nuestro Gran Maestro, para ser dignos discípulos suyos, estudiaremos las cuestiones que en el grado se ventilan conforme al Progreso de las luces, y permitiréis que en vez de hablar a la manera de tres mil años ha, entremos en el interrogatorio según lo exige el siglo en que vivimos.

INTERROGATORIO

¿Qué es Contribución, hermano. . . ?

El preguntado responderá, y si no lo hace bien, el Sapientísimo Maestro dará explicaciones conve­nientes.

Respuesta. — Lo que abona el Pueblo para satisfa­cer sus gastos.

Sap.·. M.·. — ¿Cómo se divide la Contribución, hermano?

Respuesta. — En Directa e Indirecta.

Sap.·. M.·. — ¿Cuál es la más justa y económica?

Respuesta. — La Directa, si descansa en las bases naturales de Producción, Propiedad, Capital e Industria, y si se paga conforme a los beneficios que cada una de ellas proporciona.

Sap.·. M.·. — ¿Por qué no preferís la Indúcela, hermano mío?

Respuesta. — Porque en primer lugar, si grava los artículos de primera necesidad, único modo de contar con entradas seguras, se liare pagar la misma cuota al pordiosero que al millonario, y si especialmente recarga los renglones de lujo oprime con mayor rigor que al que nada en las riquezas, a la clase media, industrial y productora, que necesita a pesar de ello vivir del trabajo cotidiano, pues los que la constituyen dejarían de ser padres y de ser cariñosos si no sacrificaran sus economías para contentar a las personas que quieren; y de no hacerlo así, se precipitarían en la prostitución esposas e hijas, como una dolorosa ex­periencia lo prueba, cediendo al que satisface su natu­ral instinto de parecer hermosas y de gozar placeres tan­to más incitadores cuanto menos difíciles son de al­canzar sin la virtud, égida que sólo cubre a las almas privilegiadas; por esto un buen gobierno, en vez de especular con el lujo de los ciudadanos y de poner obstáculos, debe facilitar a todos la posesión de la mayor suma de contento posible. En segundo lugar, porque toda contribución indirecta fecunda la peste del contrabando, protesta viva contra las aduanas, que hacen subir el costo de los efectos sin mejorar su con­dición, entorpeciendo las transacciones y vejando a todas las clases. En tercer lugar, porque priva al país de la multitud de brazos productores que se enervan en el servicio de aquellos establecimientos, resguardos y marina correspondiente, y de las altas inteligencias que por lo común los dirigen, y que en vez de fomen­tar, absorben con sus sueldos la riqueza. En cuarto, porque no sólo empobrece con los crecidos gastos que acarrea, sino que disminuye las entradas generales en todo lo que producirán los alqui1eres de almacenes y fábricas, a menudo estupendos como las obras de la tiranía sacrificándose las masas para satisfacer la vanidad de los que las explotan.

¿Por qué, hermano… a pesar de estas razones tan poderosas la Contribución indirecta está tan apa­drinada?

Responde lo que le parece, y enseguida dirá el

Sap.·. M.·. — Por los errores económicos de los gobernantes y publicistas acerca de las fuentes de la riqueza, y de la riqueza misma, errores que han arruinado una tras otra las antiguas repúblicas y los mo­dernos imperios. La Contribución directa, como hija de la naturaleza de las cosas, fue la única que conocieron las naciones primitivas. Moisés, profundo legis­lador y economista, vio que un Estado bien regido no debía exigir más que la décima parte de la producción para los gastos generales; y partiendo de la oferta a Melchisedec que pone en boca de Abraham, mandó en nombre de Dios que cada industrial o propietario pagase el diezmo de lo que obtuviera o de lo que pro­dujeran naturalmente sus haberes, y que el culto se sostuviera de las primicias y donaciones voluntarias de los fieles, estableciendo así, los principios eter­nos de que ni el poder civil ni el religioso de­ben gravar más que los productos; que la con­tribución para el primero es forzosa y la del segundo voluntaria, y que había de abonarse directamente por los productores. Roma siguió igual sistema al sacudir el yugo albano y constituir su monarquía: distribuyó los dos tercios del territorio en las cien clases en que se dividió para formar el Senado, y cada jefe de ellas se obligó a abonar igual tributo, perci­biendo de los que la componían su cuota correspon­diente; el resto quedó para sostenimiento del rey, del culto y del servicio general. Más cuando se hizo con­quistadora, trató de vivir y gozar a costa ajena, y forzó a la víctima a pagar su parte y la de sus opresores. Lo mismo sucedió en toda Europa. Los magna­tes, los conquistadores, los más ricos, se habituaron a no contribuir sino en la guerra para aumentar su nombradía y sus posesiones, o para luchar contra los que se resistieran a su ominoso yugo; y los que sabían manejar la lanza o tirar la flecha abandonaron las industrias, creyendo oficio vil cualquier trabajo. Así murió la producción, y Roma y Grecia se veían de­voradas por el hambre si vientos contrarios detenían la llegada de las flotas que les llevaban el tributo de los pueblos subyugados. Sus jefes tuvieron que pro­porcionarles recursos y alimentarlos bajo pena de morir despedazados por los mismos que los elegían. De aquí las guerras incesantes para adquirir medios de subsistencia, y los sacrificios de los poderosos, que para aplacar al Pueblo, le atribuían sus bienes, y después de acallarle el hambre le entretenían con juegos y anfiteatros. Atenas fortificó a Sunium para asegurar la navegación alrededor del Promontorio y se armaron buques para transportar a los que venían del Ponto cargados de cereales. Cuando Pellis el espartano se estacionó cerca de Ceos, Egina y Andros con setenta buques de guerra, Chabrias le presentó batalla para que el trigo de Gerestas en Eubea pudiese alcanzar el Pireto. Se prohibía la exportación de todo grano, y los dos tercios de los que entraban eran para Ate­nas, y el resto para el interior. Ningún comerciante po­día comprar más que cincuenta medidas, ni vender con otra ganancia que la de un óbolo sobre el costo, so pena de la vida. Como en Roma y en Grecia no había justos propietarios sino opresores y usurpadores, los ciudadanos se consideraban con igual derecho a la tiranía, y cuando algunos por su saber o astucia se llenaban de riquezas, y los otros por sus desgracias o sus vicios las perdían se reclamaba la división igual de la propiedad, la supresión del rédito, la anula­ción de las deudas y el reparto entre los pobres, de los bienes de los países conquistados. Mas esos pobres no eran los que constituían el verdadero Pueblo; éste vivía esclavo y se decía la Plebe y los que se llamaban

Pueblo Romano y Pueblo Ateniense, formaban una aristocracia usurpadora, que oprimía con su rigor a los productores y los cargaba con el peso de todas las contribuciones y trabajos materiales, para vivir en la holganza.

¡Tal fue el ponderado gobierno de aquellas repú­blicas, y su modo de entender la Libertad, que se confundía con la independencia tumultuosa! ¡Tócanse así los extremos en el círculo de las afecciones hu­manas! Cuando los pueblos no tienen ideas exactas del modo de sostener la Libertad, obligando a contribuir a cada uno material e intelectualmente con su peculio y con su industria a las necesidades del Estado; cuando se ignora lo que son la Libertad misma, la riqueza y la miseria propiamente dichas, la primera se reduce a un sentimiento indefinido, tan cercano a la escla­vitud como a la licencia, y si no hay hombre que no quiera ser libre cuando ve el abismo de la dependencia, existen pocos que sepan salir de él, y aún menos que no vuelvan a precipitarse por su ignorancia de los principios económicos, que son los únicos que pueden impedir el cataclismo. Por eso, al acabar la servidum­bre de la Edad Media se unieron en toda Europa sus antiguos magnates; laicos o sacerdotes, en falange irre­sistible, para devorar al Pueblo con todo linaje de exacciones, y el que se creía libre compró el permiso de ejercer las industrias que conservan la existencia. Esos grandes que se llamaron propietarios porque eran dueños del territorio por el derecho de la fuerza, auxi­liaban al rey con donaciones voluntarias para que éste los apadrinase en sus depredaciones; y cuando los pueblos no podían sufrir más la iniquidad, los monarcas, para engañarlos, acudieron a las contribuciones indirectas, en que los ricos fueron los benefi­ciados pagando lo mismo que los menesterosos. Te­miendo que cambiase el sistema y que se les forzara a dar lo que debían, propagaron el odio en las masas ignorantes, y así su establecimiento halla hoy tres enemigos: la caterva de empleados que vive del sudor ajeno, el rico astuto y el sencillo proletario: el primero, porque sabe lo que es: el último porque lo ignora. Esta Cámara de los Grandes Maestros Arquitectos se ocupa de estudiar esta cuestión, tan mal entendida aún por los pueblos que se creen a la cabeza de los más civilizados.

Hermano, ¿creéis que todo hombre deba sin excep­ción contribuir según sus medios a los gastos del Es­tado?

Respuesta. — El que no tiene bienes conocidos ni productora industria, no debe pagar contribuciones directas ni indirectas, pues sería ridículo que el Estado, que provee de ‘hospitales y escuelas al infeliz jorna1ero, tomara un céntimo de aquel a quien suministra millo­nes. Aquel jornalero le dará más que oro el día del peli­gro: le dará su sangre.

El Sapientísimo Maestro terminará el interroga­torio extendiendo sus explicaciones aún más si lo juzga conveniente. Hará hablar a los candidatos, y al concluir dirá:

Sap.·. M.·. — Hermanos míos: las arduas cuestiones que hemos ventilado son las mismas que los legisladores de la India, Egipto e Israel estudiaban en este grado. La ignorancia las hizo caer en desuso: perdióse el secreto de las ideas que los símbolos y nombres encerraban, y se escribieron las cansadas repeticiones de los rituales que han llegado hasta nosotros. Pero es atributo de la Verdad el ser eterna y hallar tarde o temprano quien la promulgue. Ese secreto tan bus­cado lo poseemos, y en vez de hacerlo nuestro patri­monio, lo revelamos, porque la Verdad no lo es de ninguna persona, sino de la Institución que se fundó para descubrirla y proclamarla.

Leeréis en todos los copistas, que cuando Salomón trató de dar sucesor a Hiram, propuso que los geómetras deseosos de remplazarle levantasen el plano del tercer piso que aún faltaba, y que Adonhiram lo eje­cutó de una manera digna de los ya construidos por lo que fue nombrado. Olvidan que Adonhiram había presidido siempre los trabajos de Carpintería que eran los que faltaban a la muerte del Maestro, y que la leyenda de Hiram fue inventada por Salomón en la segunda mitad de su carrera política, para mejorar la de Osiris y Tifón de los egipcios, sacando de los acontecimientos recientes de su país y de su misma historia las elecciones morales con que sublimó la Institución; por lo cual, todo lo que se dice referente al Templo es parabólico. Cuando trabajó o fundó el grado esencialmente económico-político del Gran Maes­tro Arquitecto, aquel hacía mucho tiempo que estaba no sólo concluido, sino consagrado.

Pero los Masones del siglo XVIII, partiendo del sentido material del nombre del Grado, creyeron los unos que el monarca israelita lo creó para enseñar la Aritmética, éstos para la Geometría y el Dibujo Lineal, y otros para los cinco órdenes de Arquitectura sin acordarse de que aquellas ciencias se aprendían en el grado de Compañero, y así, fundar las mencio­nadas escuelas era inútil después de establecido el Colegio de los Intendentes de Fábrica; y que los tales órdenes de Arquitectura, cuyas columnas grabaron ellos en la alhaja, bordando sus iniciales en la banda que los sostenía, no eran conocidos en tiempo de Salomón, pues los griegos que inventaron el dórico, jónico y corinto, nacieron algunos siglos después, siendo proba­blemente el que hoy se llama toscano, y que se atri­buye a Roma, el que seguían los operarios del Templo, porque es el que más se asemeja al árbol natural que se empleó en los pilares de las primeras habitaciones. La explicación de dichos órdenes en un grado Salo­mónico es un anacronismo que desacredita a su autor; no siendo menos ridículas las explicaciones de los Catecismos acerca de la Arquitectura civil, naval y militar, para repetir los principios más comunes de la moral que profesamos. Los Grados de la verdadera Masonería Escocesa, desde el primero hasta el último, para que se conformen a la marcha del Progreso, no pueden ser redactados con tan palpables errores. Sin embargo, si estudiáis bien esos rituales, veréis con qué tino y habilidad la mano que nos trasmitió este duodécimo grado, indica a los Masones inteligentes el secreto que encierra, y lo separaréis de la broza con que le han desfigurado los que no han podido comprenderlo. En casi todos ellos el Templo está vestido de fúnebres colores al comenzar la iniciación, y de gala al terminarse, porque se busca al sucesor de Hiram, que al fin se encuentra. Tenéis aquí la fiel representación del año que acaba y del que princi­pia. Preséntense los Elegidos de las Doce Tribus como candidatos, y el número se completa con los hermanos, pues no ha de haber ni uno más ni uno menos. Vienen con sus columnas por grabar, y se les ofrecen como instrumentos de trabajo los del estuche de ma­temáticas; se les conduce a la sala de dibujo y se les ordena levantar el plano del último piso de la obra que quedó suspensa. Cada uno trae su parte tan per­fecta y acabada que al reunirías Adonhiram vio que no sólo eran dignas de las precedentes, sino que sostendrían las ya hechas y conservarían el edificio generaciones incalculables; por lo cual, como Director en Jefe, pidió a Salomón los elevara a Grandes Maestros Arquitectos. Es la palpable alegoría de los doce meses del año y de la manera con que contribuyen a formarlo. Ahora bien; el Templo que se levanta es el de la civilización humana, los llamados a sostenerle son los Elegidos del Pueblo, que deben discutir las leyes que han de regirle, y que afianzan la obra ha­ciendo contribuir a cada uno según sus medios en beneficio de la comunidad entera, como los meses y las estaciones traen su parte al complemento del año. Todo es lógico en los Grados de la Masonería Salo­mónica, que es la de los magos perfeccionada, y hoy lleva el nombre de Rito Escocés. Éste adopta y abraza cuanto ha ilustrado al Universo, sin más alteraciones que agregar las verdades nuevamente descubiertas. Pre­fiere sus misterios a los de los bramines, porque éstos son puramente teogónicos; a los de los egipcios, por­que fueron esencialmente aristócratas; a los de los cabiros, porque únicamente se ocupan de astronomía y de estrategia; y a los de los griegos, porque aunque hagan marchar de concierto la teogonia y las ciencias, descuidan lo moral e inducen al politeísmo.

Como Intendentes de Fábricas levantasteis las dos columnas de la propiedad y del trabajo para apoyar en ellas el edificio social, y conocéis vuestros deberes com Representantes del Pueblo, ahora se os llama a la obra como Grandes Maestros Arquitectos. Proseguidla, hermanos míos, y veréis el nuevo horizonte que va a abrirse a vuestra inteligencia.

Da un golpe en el trono con el cetro y dice:

Sap.·. M.·. — Hermano Adonhiram, ¿creéis dignos a estos Electos de las Doce Tribus de que les concedamos la investidura que demandan?

1er.·. Vig.·. — Sí, Sapientísimo Maestro.

Sap.·. M.·. — Y vosotros, hermanos míos, ¿consentís?

Todos levantan la mano derecha en señal de adhesión.

Sap.·. M.·. — Puesto que todos unánimemente lo admitís, el Poderoso Rey Hiram Segundo y yo os pedimos nos acompañéis al solemne acto del Juramento.

Conducidlos al Ara, hermano Maestro de Cere­monias.

Todo se ejecuta en la forma acostumbrada, y poniendo el Sapientísimo Maestro su cetro sobre la mano derecha que los candidatos tienen encima del triángulo, les dice:

 Sap.·. M.·. — Repetid conmigo.

JURAMENTO

Yo, ……………………………………  prometo y juro bajo palabra de honor, proclamar, inculcar y sostener el principio de que la CONTRIBUCIÓN y la REPRESENTACIÓN son inseparables; que sólo el Pueblo por sus Diputados tiene el derecho de imponerse contribuciones y de legislar; y me comprometo a estudiar la CIENCIA ECONÓMICA para aplicarla conforme a las necesidades del país en que habite, de modo que no se destruya su Riqueza ni se explote a las masas en beneficio de los astutos y ambiciosos. Que el Gr.·. A.·. D.·. U.·. cuyo nombre imploro en la Palabra de este Grado me ilumine. Así sea.

El Sapientísimo Maestro levanta su cetro sobre la cabeza de los candidatos y dice:

Sap.·. M.·. — A la G.·., etc., os creo, nombro y constituyo Gran Maestro Arquitecto y miembro de nuestro Capítulo Legislativo, a vos. . .

Toca sucesivamente con el cetro la frente de cada neófito.

Sap.·. M.·. — Hermanos míos, una batería para consagrarlos.

Todos la ejecutan.

Sap.·. M.·. — Sentaos hermanos, y vos, hermano Maestro de Ceremonias, llevadlos a Oriente para instruirlos.

Una vez hecho, dirá el

Sap.·. M.·. — Este Grado, hermanos míos, tiene como los demás su signo, toque y palabras.

Para el Signo se coloca la mano derecha sobre la izquierda como si en aquélla se tuviera un lápiz y en ésta un papel; se hace el movimiento de dibujar un plano, mirando por intervalos al Sapientísimo Maestro, quien se juzga que propone el objeto.

Para el Toque se entrelazan los dedos de la mano derecha con los de la izquierda del retejador, formando escuadras y se hace otra con el brazo libre llevando la mano a la cadera.

La Batería, consta de tres golpes, por uno y dos.

La Edad, veintisiete años.

La Palabra de Pase. . .

La Palabra Sagrada. . .

Hermano Maestro de Ceremonias, servíos conducirlos a los Vigilantes para que los examinen.

Hecho el anuncio, se les proclama y aplaude, y da asiento en los puestos vacíos de los Valles y se ofrece la palabra al Orador. Grabada su columna, se circula la caja de asistencia.

CLAUSURA DEL CAPITULO LEGISLATIVO

El Sapientísimo Maestro da un golpe con el cetro en el trono y dice:

Sap.·. M.·. — Hermano Primer Vigilante, ¿sois Gran Maestro Arquitecto?

1er.·. Vig.·. — Conozco la ciencia y los instrumen­tos matemáticos.

Sap.·. M.·. — ¿Y para qué os sirven esas ciencias y esos instrumentos?

1er.·. Vig.·. — La primera para calcular con exac­titud, los gastos de nuestras obras, y los segundos para levantar planos tan acabados que unan la solidez a la economía y sencillez a la perfección.

Sap.·. M.·. — Hermano Segundo Vigilante, ¿a qué hora cierran los trabajos los Grandes Maestros Arqui­tectos?

Seg.·. Vig.·. — Al fin del día.

Sap.·. M.·. — ¿Qué hora es, Hermano Primer Vigilante?

1er.·. Vig.·. — El último instante de la última hora del último día que el G.·. A.·. D.·. U.·. nos ha concedido en su munificencia. El último instante de la última hora del día que Salomón empleó en construir el Templo.

Sap.·. M.·. — Pues si el Templo está concluido en la parte material descansemos para adquirir nuevas fuerzas y proceder a la parte moral e intelectual. Servíos anunciarlo, hermanos Primero y Segundo Vigilantes.

1er.·. Vig.·. — Hermanos Segundo Vigilante y Grandes Maestros Arquitectos que decoráis mi Valle, nuestro Sapientísimo Maestro va a cerrar los trabajos.

Seg.·. Vig.·. — Grandes Maestros Arquitectos que decoráis mi Valle, nuestro Sapientísimo Maestro va a cerrar los trabajos. Anunciado, hermano Primer Vigi­lante.

Da un golpe.

1er.·. Vig.·. — Anunciado, Sapientísimo Maestro.

Da otro golpe.

Da tres golpes por uno y dos, los que los Vigi­lantes repiten y dice.

Sap.·. M.·. — ¡En pie y al orden, hermanos!

Todos lo ejecutan.

Sap.·. M.·. — A la G.·., etc., declaro cerrados los trabajos de los Grandes Maestros Arquitectos.

Signo y batería, seguidos de la palabra HOSHEA tres veces repetida.

Sap.·. M.·. — ¡Id en paz, hermanos, pero antes jurad guardar silencio acerca de lo ocurrido en esta sesión! ¿Lo juráis?

Extiende, como los demás, la mano derecha y dicen:

 Todos. — ¡Lo juro!

Y se retiran en silencio.