El Mito de la Patente: El Teatro que Algunos Llaman Masonería

Un cuento provocador que revela cómo algunos masones pasaron de liberar conciencias a monopolizar el conocimiento

Cuento I: La Luz en la Taberna Goose and Gridiron

En una esquina poco luminosa de Londres, entre humo de pipa, jarras de cerveza espesa y mesas de roble marcadas por los años, se reunían hombres que compartían un secreto aún más valioso que el oro o la pólvora: el deseo de encender la luz del conocimiento en una época oscura.

La taberna Goose and Gridiron no era especial a simple vista. Sus vigas crujían, su pan estaba duro y el vino, barato. Pero en su interior, bajo murmullos discretos y miradas atentas, nació una revolución silenciosa.

Eran artesanos, médicos, astrónomos, alquimistas, poetas y algunos clérigos que ya no podían soportar que la Verdad estuviera encadenada a los muros de las catedrales y las coronas de obispos. Hablaban del hombre como templo, de la geometría como lenguaje divino y del arte de construir como un camino hacia el alma.

—¿Y si liberamos el conocimiento? —dijo uno, con una mano sobre una escuadra y la otra sobre un compás.
—¿Y si enseñamos a leer los símbolos a quien tenga hambre de saber? —añadió otro, antiguo aprendiz de cantero.

En esa noche pactaron algo peligroso: formar una fraternidad donde el saber no fuera heredado por linaje ni comprado con indulgencias, sino conquistado por esfuerzo, estudio y virtud.

El fuego del cambio comenzó allí, no con espadas, sino con ideas. Y su símbolo no fue una corona, sino la escuadra, el compás y la luz que se filtra por entre columnas del pensamiento libre.

Cuento II: El Regreso del Monopolio

Con el paso de los años, muchos olvidaron por qué se encendió la llama en aquella taberna de madera y humo. Ya nadie hablaba de liberar la mente, ni de hacer la luz accesible a todos. ¿Para qué complicarse con tanta verdad, si era más fácil simplemente seguir al más ruidoso?

Y entonces surgieron unos pocos —muy seguros de sí mismos, con voz grave y pecho inflado— que dijeron:

—La verdad es confusa, el conocimiento cansa… mejor que lo tengamos solo nosotros, los elegidos.
—¿Quién necesita pensar, si puede seguirme a mí, que tengo carta, linaje, y que soy “regular”?
—Yo soy la encarnación de la masonería… ¡escúchenme, vítores, aplausos!

Y así, la Orden que nació para encender mentes, empezó a adormecerlas con títulos rimbombantes y cargos huecos. Ya no importaba si pensabas o sentías; lo importante era que llevaras la firma de “alguien importante”, que recitaras lo que decía el “muy poderoso”, que veneraras más al cargo que al contenido.

Los templos se llenaron de discursos vacíos pero muy bien decorados. La sabiduría se escondió detrás de selfies con mandiles bordados. Y el mito más repetido fue:

—Sin patente no eres nada. Sin reconocimiento no existes. Sin mí, no eres masón.

Y la ignorancia, disfrazada de tradición, comenzó a aplaudir de pie. Ya no importaba lo que construías, sino a quién conocías. El rito se volvió espectáculo. El pensamiento, sospechoso. El que preguntaba demasiado, era incómodo. El que no aplaudía a tiempo, “no estaba en la cadena”.

Y entre los muros de piedra y símbolos que alguna vez fueron caminos hacia la luz, se escuchó una última carcajada del ego:

—¡Ja! Lo que no logró la Iglesia con sus dogmas, lo logramos nosotros con nuestras patentes…
—Ahora la Luz no se comparte, se administra.

¿En qué momento cambiamos la búsqueda de la verdad por el título de dueños de la verdad?

Antes de seguir, aclaro esto: lo que comparto no es una verdad absoluta, ni mucho menos un dogma. No busco convencerte, ni ganarme tu aprobación o tu rechazo. Como tú, soy un buscador. Y en este camino, si encuentro una piedra preciosa, la levanto para mostrarla, por si a alguien más le sirve, aunque no le guste el color. Lo hago porque sé que a veces ver lo que otro ha visto puede encender una chispa que ilumine el camino de ambos.

No soy el único, ni el primero ni el último, que ha recibido la sentencia de ser un “espurio” por no tener una carta patente, o por no pertenecer a una logia reconocida según los criterios del Gran Imperio de la Verdad Autorizada. Al parecer, sin esa hoja membretada, uno es solo un salvaje bajo la bóveda celeste, un imitador sin linaje, un actor sin libreto.

Lo curioso es que cuando uno pregunta qué garantiza esa carta, las respuestas no coinciden. Hay quienes la defienden como si fuera el testamento mismo de Hiram, el documento sagrado que separa a los “de veritas, de veritas” (léase con doble dosis de sarcasmo) de los que “solo están jugando a ser masones”. Luego están los que dicen que su linaje viene desde 18xx, como si la antigüedad por sí sola validara la sabiduría. Y por último, están aquellos hermanos que, sin fanfarria ni sello dorado, te dicen: “Trabaja. Que tu trabajo hable por ti. No necesitas que nadie certifique lo que tú ya estás construyendo.”

No se trata de decir que los reconocidos son los malos y los independientes los buenos. Sería caer en la misma trampa, solo que desde el otro lado del espejo. Esto no es blanco o negro. La masonería exige pensamiento complejo, no reacciones viscerales. Por eso, lo que propongo es replantear el valor que le damos a la carta patente. No para destruirla, sino para colocarla donde corresponde: como símbolo administrativo, no como sustituto del trabajo iniciático.

La historia de la patente, si la miramos con lupa, es también la historia del poder. No del poder espiritual, sino del institucional: ese que necesita jerarquías, estructuras, sellos y discursos de legitimidad para controlar la narrativa. “Nosotros sí rebanamos el bacalao. Nosotros sí somos los guardianes de lo eterno.” Y en esa necesidad de validación externa, se olvida que el reconocimiento más profundo no viene de un papel, sino del eco que deja tu ejemplo en el corazón de los demás.

El masón no debería ser recordado por su membresía, sino por su sabiduría. Y hoy, tristemente, se nos recuerda más por nuestra arrogancia, por creernos mejores, por recitar títulos como si fueran encantamientos. Algunos, una vez iniciados, creen que el mundo ya no los merece. Miran desde arriba, como si la escuadra y el compás se hubieran vuelto tronos.

Tenemos que hablarle distinto a nuestros hermanos. No desde el pedestal, sino desde el recuerdo común de la iniciación, de esa búsqueda incesante. El reconocimiento es importante, sí, pero dentro de las cosas menos importantes. Porque cuando se convierte en lo más importante, deja de ser masónico y se vuelve político.

No propongo abandonar los rituales ni profanar los templos. No soy de los que convierten la logia en un carnaval de esoterismos importados al gusto del ego. Pero también rechazo repetir sin alma, sin contexto, sin vida. La masonería debe interpretarse, no momificarse. No se trata de cambiarla, sino de vivificarla. De que hable hoy, no solo ayer.

Aquí te dejo el estudio de un hermano que decidió desmontar este teatro. Léelo. No para que creas, sino para que cuestiones. No para que te sumes, sino para que pienses. Porque si hay algo verdaderamente masónico, es eso: dudar, buscar, compartir.

Y si al final no estás de acuerdo, está bien. Porque lo importante no es que estemos de acuerdo… sino que sigamos caminando.

Roger Dachez, nacido el 10 de enero de 1955, es profesor agregado en la Universidad París-Cité y presidente del Instituto Alfred Fournier en París. Es médico, historiador y francmasón.

Roger Dachez fue iniciado en la Gran Logia de Francia en 1980. Desde 1985 es miembro de la Logia Nacional Francesa (LNF), de la cual fue presidente del consejo nacional entre 1992 y 1997. También es presidente del Instituto Masónico de Francia, fundado en 2002. Desde el 21 de abril de 2018, es el Gran Maestro de las Logias Nacionales Francesas Unidas. Roger Dachez es además miembro del comité científico del Museo de la Francmasonería en París. Paralelamente, dirige la revista de estudios masónicos Renaissance traditionnelle.

Publicaciones

Es el autor de numerosos artículos de investigación sobre los orígenes históricos y las fuentes tradicionales de la francmasonería.

  • Des maçons opératifs aux francs-maçons spéculatifs. Les origines de l’Ordre maçonnique, Paris, EDIMAF, coll. « L’Encyclopédie maçonnique », 2001 (ISBN 2903846871)
  • Histoire de la franc-maçonnerie française, Paris, PUF, coll. « Que sais-je ? », 2003 (ISBN 2130558070)
  • Les Francs-maçons de la légende à l’histoire, Paris, Tallandier, 2003 (ISBN 2847341110)
  • Les Plus Belles Pages de la franc-maçonnerie, Paris, Dervy, 2003.
  • Histoire de la médecine de l’Antiquité au XXe siècle, Paris, Tallandier, 2004.
  • Les Mystères de Channel row, roman écrit avec Alain Bauer, Paris, Éditions JC Lattes, 2006.
  • Les 100 mots de la franc-maçonnerie, écrit avec Alain Bauer, Paris, PUF, coll. « Que sais-je ? », 2007.
  • L’Invention de la franc-maçonnerie, Paris, Véga, 2008.
  • Le Convent du sang, roman écrit avec Alain Bauer, Paris, Éditions JC Lattes, coll. « Crimes et loges », 2009.
  • Le Rite écossais rectifié avec Jean-Marc Pétillot, Paris, PUF, coll. « Que sais-je ? », 2010 (ISBN 978-2-13-058196-3)
  • Alain Bauer, Michel Barat et Roger Dachez, Les promesses de l’aube, Paris, Dervy, 2013 (présentation en ligne [archive])
  • Roger Dachez, Franc-maçonnerie : Régularité et reconnaissance, histoire et postures, Paris, Conform, 2015 (présentation en ligne [archive])
  • Histoire illustrée du Rite écossais rectifié, Paris, Dervy, 2021 (ISBN 979-10-242-0630-1)

Traducción

El mito de la patente masónica

Uno de los temas más frecuentes de disputas y desórdenes, especialmente en la masonería francesa, es el de las patentes. Se ha visto muchas veces cómo obediencias o jurisdicciones de altos grados recién creadas – por escisión o “enjambrazón” (proceso mediante el cual miembros se separan para fundar otra estructura) – impulsadas por miembros “regularmente” iniciados en diversos grados que estas estructuras desean controlar de forma independiente, se lanzan a una búsqueda, a menudo difícil y agitada, de la “patente” que, según ellos – ¡y aún más según los demás! – sería la única que podría legitimar sus trabajos.

Este no es un tema nuevo y ha provocado algunos de los episodios más pintorescos – pero a veces también los más lamentables – de la historia masónica en Francia. Un rápido repaso histórico permite arrojar una nueva luz sobre el tema. Me limitaré aquí a dar algunas indicaciones que espero desarrollar en profundidad en un libro que debería publicarse en tres o cuatro años.

¿Qué es una patente?

¿De dónde viene esta idea de que un documento llamado “patente” – warrant en inglés – es indispensable para que los trabajos masónicos sean perfectamente indiscutibles, al menos en derecho, si no en la práctica?

Habría que rehacer toda la historia del concepto jurídico de “patente”, ya que ahí está el origen de todo.

En el derecho antiguo, una lettre patente (letters patent en inglés) era un acto público (del latín patere, “estar abierto”) por el cual el rey concedía un derecho, estatus o privilegio a algo bajo su autoridad. Este documento se oponía a la lettre close o en francés lettre de cachet (¡porque estaba sellada!), que sólo concernía a su destinatario – y no necesariamente para enviarlo a prisión.

Así entendido, la patente es un instrumento jurídico mediante el cual una autoridad civil permite a una persona, grupo o institución ejercer una actividad, mientras que el beneficiario reconoce la supremacía del otorgante de la patente – y acepta, llegado el caso, que esta pueda ser retirada: como se ve, no es otra cosa que un procedimiento de sumisión política…

La patente en la masonería

¿Cuándo apareció la patente en la masonería? Una vez más, como en muchos otros ámbitos, fue en Inglaterra donde comenzó todo.

Cuando, a partir de 1721 y con la llegada del primer Gran Maestre noble de la Gran Logia de Londres, John, segundo Duque de Montagu, las logias fueron encabezadas por un alto aristócrata, la Gran Logia, deseosa de consolidar su autoridad – que descansaba sobre fundamentos tradicionales bastante débiles – inventó simultáneamente la noción de “regularidad” (que entonces significaba simplemente: “depender de una autoridad reconocida cuyos reglamentos se siguen”) y la patente como manifestación oficial de dicha regularidad.

Estas mismas prácticas serían seguidas en Francia tan pronto como la Gran Logia comenzara, mucho más tardíamente y con dificultad, a imponer su autoridad sobre las logias del reino.

En todos los casos, lo más interesante era que la emisión de patentes conllevaba el pago de un derecho de cancillería…

Hoy en día, todas las logias inglesas poseen patentes… excepto aquellas derivadas de las cuatro logias fundadoras de 1717 (de las cuales sólo quedan tres), que se califican como time immemorial (“de tiempo inmemorial”).

Las Constituciones: nacimiento de la autoridad masónica

La saga de las falsas patentes y documentos fundacionales apócrifos

Se podría escribir una novela entera sobre las patentes que han adornado a los fundadores de obediencias o Ritos para intentar demostrar – muchas veces contra toda evidencia – que no estaban inventando nada, sino simplemente transmitiendo algo “puro e inmaculado”, o “despertando” una antigua tradición de la cual habían recibido “regularmente” el depósito, lo cual estaba certificado por la “patente”, es decir, por la “prueba pública” que exhibían.

Después de todo, el ejemplo venía de alto y de lejos: fue sobre estas bases que se constituyó en 1717 (o más exactamente alrededor de 1721, pretendiendo remontarse a 1717) la Gran Logia de Londres. Según Anderson, esta simplemente había sido “despertada”; sus Constituciones – completamente refundidas y dotadas de una estructura y, sobre todo, un contenido totalmente nuevos en 1723 – no eran más que el último eslabón de una larga cadena de Old Charges (Antiguos Deberes), cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. ¿No había mostrado Georges Payne, Gran Maestre en 1720, el manuscrito Cooke, fechado alrededor de 1420? ¿Acaso eso no equivalía a un “acto fundacional”?

Sigue entonces una larga lista de documentos que – aunque todos son manifiestamente falsos y, en ocasiones, escandalosos, o simples documentos burdamente antifechados – sirvieron como base y justificación de origen para instituciones o Ritos hoy venerables – ¡y que celosamente impiden que se haga nada sin una patente emitida por ellos!

He aquí una lista no exhaustiva para dar una idea:

  • La patente Gerbier, supuestamente de 1721, aparecida en 1785, es evidentemente falsa, como ya lo pensaba Thory a comienzos del siglo XIX. No obstante, el Capítulo del Dr. Gerbier, que se basaba en esta supuesta patente, fue cofundador del Gran Capítulo General del Gran Oriente de Francia.
  • La patente de Martinès de Pasqually, datada en 1738 y supuestamente otorgada por Carlos Estuardo, fue utilizada por él muy pronto para abrirse paso en las logias e imponer su Rito, que influenciaría al RER. Es absolutamente inverosímil por su forma y contenido.
  • La patente Morin (1761) existió realmente, pero los poderes que otorgaba fueron revocados cinco años después por la autoridad que la emitió. Aun así, sigue siendo uno de los documentos fundacionales del futuro REAA.
  • Las Grandes Constituciones de 1786, atribuidas absurdamente a Federico de Prusia, son un burdo plagio de un texto de 1763 emitido por la Gran Logia de Francia.

La patente masónica hoy en día en Francia

En Francia, la patente se ha convertido la mayoría de las veces en un instrumento de gestión de la influencia política y del poder visible de una obediencia o jurisdicción sobre las demás.

Sin embargo, además de las consideraciones históricas ya mencionadas, algunos casos simplemente resultan absurdos: por ejemplo, cuando se solicita – como se me ha solicitado varias veces – una “patente Emulación”. ¿Se comprende cuán ridícula es tal solicitud? En primer lugar, porque sólo la logia Emulation de Londres podría emitirla… y además, ¡nunca lo ha hecho! Lo que hace es otorgar una especie de “sello”, reconociendo que tal o cual logia sigue su ritual. Pero si una logia dentro de la GLUA decide trabajar en “Emulation with some alterations” u otro “working”, recibirá una patente de la GLUA para trabajar los grados simbólicos, pero ciertamente no una patente de un Rito – ya que Emulation no es un Rito en el sentido francés del término. Entonces, ¿con qué derecho una autoridad masónica en Francia emitiría una “patente Emulation”?

Vayamos más lejos. Cuando René Guilly-Désaguliers y sus compañeros crearon en 1968 la LNF restableciendo el Rito Francés Tradicional (RFT) según las formas del siglo XVIII, ¿acaso sintieron la necesidad de pedir una patente al GODF – que probablemente no la habría otorgado de todos modos?

Lo más destacado y análisis histórico-contextual

  1. La “patente masónica” no tiene un origen iniciático, sino jurídico-político: era una carta abierta del rey para autorizar un privilegio. En masonería, fue adoptada por razones de poder, autoridad y control, no por necesidad ritual.
  2. La primera Gran Logia en Inglaterra (1717-1721) creó las ideas modernas de “regularidad” y “patente” como forma de consolidar autoridad, en un contexto donde la masonería aún no tenía estructura formal y buscaba legitimación frente a la nobleza.
  3. El concepto de patente se impuso por razones económicas y de poder (se cobraban tasas por emitirlas). Esto tiñó todo el desarrollo posterior.
  4. Muchos documentos fundacionales masónicos son falsificaciones: las patentes de Gerbier, Pasqually, Morin (revocada) y las Grandes Constituciones atribuidas a Federico II son todos ejemplos de cómo se intentó “fabricar antigüedad” para otorgar prestigio o control.
  5. Hoy en día, en Francia, la patente es más un símbolo de poder y de hegemonía política que un elemento iniciático real. Algunas peticiones, como la “patente Emulation”, son absurdas desde el punto de vista inglés, donde Emulation no es un Rito, sino una forma de ritual dentro de los grados simbólicos, y no emite patentes.

Conclusión:

Si el nacimiento de la masonería moderna en la taberna Goose and Gridiron representó un acto heroico de rebeldía intelectual contra el monopolio del conocimiento eclesiástico, entonces lo que estamos presenciando hoy es, sin lugar a dudas, una traición a ese espíritu fundacional.

Nos guste o no, hemos reemplazado la sotana por el mandil, el púlpito por el trono de una logia, y la inquisición por la arrogancia de quienes creen que un sello o una patente les otorgan la verdad. Peor aún, hemos convertido la búsqueda de la verdad —ese núcleo sagrado de nuestro oficio— en una propiedad privada, administrada por burócratas de la espiritualidad con complejo de autoridad.

Y no, el no tener carta patente no significa que se practique una masonería más pura, más tradicional o superior. También hay humo disfrazado de libertad en quienes no tienen papeles. Pero eso no justifica la tiranía de quienes creen que sólo lo “patente” es válido. Entre tanta arrogancia disfrazada de ortodoxia y tanta necesidad de aprobación con mandil bordado, vale decirlo claramente:
Ni lo regular es garantía de verdad, ni lo irregular es sinónimo de herejía.
El masón no se mide por el membrete que lleva en su certificado, sino por la luz que proyecta con su vida y su trabajo silencioso.

Así que ya basta: dejen de perseguir papelitos para que los escuchen. Porque si lo único que valida tu palabra es una carta, entonces lo que necesitas no es masonería, sino un terapeuta que te ayude con ese complejo de inferioridad que llevas disfrazado de autoridad.

Mientras figuras como Roger Dachez se entregan al estudio profundo, a la apertura del diálogo y a la reconstrucción crítica de nuestra historia, otros se pierden en el narcisismo institucional, dividiendo, señalando, invalidando. Cuidando el cascarón y olvidando el alma.

Qué ironía más triste y grotesca: luchamos por siglos para arrebatarle el conocimiento a la Iglesia… solo para volver a encerrarlo bajo otras llaves, con otros nombres, y con nuevas indulgencias: ahora les decimos “reconocimientos”, “cartas patentes”, “grandes orientes” y “obediencias regulares”.

Si la masonería no recupera el fuego de su origen —libertad de pensamiento, hermandad sin condiciones, búsqueda sin dueño— se extinguirá. No por persecución externa, sino por corrupción interna. Por ego. Por vanidad. Por la absurda necesidad de sentirse especial en un camino que exige humildad.

La verdad no tiene dueño.
La luz no se patenta.
Y el verdadero masón no necesita ser escuchado por decreto, sino por consecuencia.
La única regularidad que importa es la coherencia entre lo que se dice y lo que se vive.

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