La sociedad moderna, lejos de haber alcanzado madurez, se arrastra aún en los párvulos de la mente.
Nuestro tiempo se caracteriza por un pensamiento infantilmente dicotómico: todo debe ser reducido a “bueno o malo”, “verdadero o falso”, “justo o injusto”, como si el universo entero pudiera plegarse al simplismo de una sentencia escolar.
“La mente que no tolera matices, es incapaz de percibir la hondura de la realidad.”
Este reduccionismo no es inocente ni inofensivo.
Es el síntoma visible de una profunda pereza intelectual y de una desesperada necesidad de certezas rápidas, como quien pide a gritos un faro aunque sea para encallar en la roca.
Lamentablemente, esta misma pobreza de pensamiento ha permeado nuestros templos.
La masonería —que nació como una escuela de libertad interior y de expansión de conciencia— se ve hoy presa de los mismos esquematismos banales.
Se juzga a un hermano por su regularidad o irregularidad, por su adhesión o desviación, como si la verdad se pudiese encerrar en una acta de reconocimiento o en una carta de transmisión de poderes.
Los landmarks son tratados como dogmas inviolables; las constituciones, elevadas como tablas de la ley más allá del escrutinio de la razón.
La costumbre se vuelve ley, y la ley, cárcel.
“Cuando la costumbre sustituye a la comprensión, la tradición muere y solo queda su cadáver.”
¿Está bien o está mal un lavatorio de pies?
¿Se debe o no se debe realizar tal o cual ceremonia?
¿Es aceptable este o aquel matiz en el ritual?
Parecería que la profundidad del espíritu ha sido sustituida por un reglamento de etiqueta, donde la única preocupación es no derramar el vino sobre el mantel blanco.
Y, sin embargo, cada logia no es otra cosa que la prolongación del alma de sus fundadores.
He caminado entre talleres donde el escultismo infantil tiñó todos los actos, donde la masonería se reducía a una versión decorada del manual de buen ciudadano.
Otros, dominados por el biblicismo rígido, convertían cada plancha en una homilía, cada reunión en una misa disfrazada.
Actualmente, me encuentro en un taller que lleva por nombre Baruch Spinoza —nombre que no es casualidad, sino propósito— donde nos esforzamos en levantar templos a la Razón y en demoler las cadenas invisibles del dogmatismo.
Aquí, la divinidad no se invoca; se reflexiona.
Aquí, la ortodoxia no es una virtud, sino una enfermedad que se estudia, se reconoce y se supera.
“La verdadera tradición no es repetición servil, sino transmisión viva que se adapta y se renueva.”
Cuando alguien me habla de “ortodoxia”, no escucho en sus palabras sabiduría acumulada por generaciones, sino más bien la fragilidad de un espíritu que teme explorar los bordes de su propio conocimiento.
No es que quien repita fórmulas rituales sea un traidor; es que, si no comprende, su boca pronuncia palabras que su alma no alcanza.
La masonería exige —más que nunca— una mente multidisciplinaria, un espíritu capaz de sostener tensiones opuestas sin colapsar en la comodidad del “sí” o el “no”.
El mosaico blanco y negro que adorna nuestros templos no es una carta de colores para niños que no distinguen matices.
Es el espejo de la existencia misma: una danza perpetua de luz y sombra, donde los contrastes no se anulan sino que se completan.
“El iniciado no elige entre blanco y negro; aprende a habitar la infinita gama de grises que entre ellos late.”
Reducir la masonería a una cuestión de formas, etiquetas o regularidades, es como querer juzgar la grandeza de un río midiendo solo su ancho sin considerar su profundidad, su corriente, su origen.
Es mirar la superficie y creer que se ha conocido el océano.
La masonería no fue creada para reconfortar almas que buscan obediencia, sino para confrontar a quienes se atreven a mirar de frente su propia ignorancia.
Para lanzarlos al abismo interior, donde cada certeza se quiebra y cada convicción debe ser templada como el hierro en la fragua.
“No se es iniciado por el rito; se es iniciado por la transformación que el rito exige.”
Quien se refugia obsesivamente en la “regularidad” demuestra no su amor por la masonería, sino su incapacidad para soportar la incertidumbre creativa que la verdadera iniciación provoca.
Quien repite los “usos y costumbres” como absolutos revela su deseo infantil de pertenencia, más que su capacidad de construir.
La tradición viva es como un gran árbol: si no crece, muere.
Y para crecer, debe beber de nuevas aguas, enfrentar nuevas tormentas, adaptarse a nuevas estaciones.
Cortarle las ramas nuevas para mantenerlo “puro” no es amor a sus raíces; es condenarlo a la muerte.
“El espíritu tradicionalista que impide la renovación no preserva la masonería; la momifica.”
Así como el viajero no teme perderse, el masón no teme pensar diferente.
Así como el alquimista no teme destruir para purificar, el iniciado no teme cuestionar para elevarse.
Hoy, más que nunca, necesitamos masones que no busquen certificados, sino comprensión; que no pidan permiso para pensar, sino que asuman la responsabilidad de ser pensadores libres.
Que no repitan consignas, sino que construyan caminos.
“La iniciación verdadera no te da respuestas; te condena a la noble tarea de buscar.”
Si has de pertenecer a esta orden, hazlo como constructor de ti mismo, no como guardián temeroso de una fortaleza en ruinas.
Hazlo como creador, no como carcelero.
Hazlo como un faro que desafía la noche, no como un espejo que solo refleja la luz ajena.
Porque la masonería no es una colección de normas.
Es una forma de vivir en permanente búsqueda, en constante reconstrucción, en inagotable reverencia ante el misterio de ser.
Y si no eres capaz de comprender eso,
entonces —más allá de tus títulos, tus mandiles, y tus medallas—,
no has cruzado verdaderamente la puerta del templo.
Así, cada vez que invoques la “regularidad”, cada vez que te aferres a una “ortodoxia”, no estarás defendiendo la sabiduría de los antiguos: estarás defendiendo tus propios miedos.
Cada vez que juzgues a otro hermano por no cuadrar en tu reducida visión de la ortodoxia, estarás confesando, sin palabras, que has fracasado en construir la tuya propia.
Cada vez que uses la palabra “masonería” como un escudo, como un argumento, como un refugio, recuerda que quien necesita escudarse en algo externo, es porque por dentro ya ha sido vencido.
“La verdadera iniciación comienza cuando descubres que no hay un mandil que cubra la desnudez de tu alma.”
Pregúntate, con honestidad brutal:
¿A qué le tienes tanto miedo?
¿Al vacío que encontrarías si dejaras de repetir lo que otros dijeron?
¿A la soledad que sentirías si no pudieras esconderte tras rituales que ya no entiendes?
Si tu masonería se sostiene porque otros la validan, porque te entregaron una carta, porque firmas al pie de antiguos pergaminos, no has edificado un templo: has construido tu propia cárcel, decorada con símbolos que no comprendes.
No es la logia la que te hace masón.
No es el reconocimiento de otros lo que te hace libre.
Es la manera en que, en el silencio de tu propia conciencia, enfrentas la terrible pregunta: ¿Quién soy yo sin mis cadenas?
“Muchos buscan ser aceptados en la masonería; pocos buscan ser dignos de ella.”
Tarde o temprano, hermano, toda la parafernalia se derrumba.
Tarde o temprano, el ritual deja de ser conmovedor.
Tarde o temprano, los viejos títulos se desvanecen, las medallas se oxidan, las cartas de reconocimiento se pudren en un cajón olvidado.
Y solo quedas tú.
Frente al espejo.
Frente a tu propia alma, desnuda, sin nadie que la aplauda ni la valide.
Ese día, y solo ese día, sabrás si tu andar en la masonería fue un acto de liberación…
o si simplemente pasaste tu vida cambiando unas cadenas por otras más brillantes.
Y si esa reflexión te incomoda, si te irrita, si te indigna,
entonces tal vez —solo tal vez— estés empezando a despertar.